A
veces
la
apariencia
no
lo
es
todo... Juan Blanco
se levantó de
la
silla, arregló
su
uniforme
de
marino
y
miró
a
la
gente
que
caminaba
en
la
estación
Central
de
Retiro. Buscaba
a
la
chica
cuyo
corazón
conocía, pero
cuya
cara
no
había
visto
jamás, la
chica
con
una
rosa
en
el
ojal.
Su
interés
en
ella
había
empezado
algunos
meses
antes
en
una
biblioteca
de
Buenos
Aires. Al
tomar
un
libro
de
un
estante,
se sintió intrigado, no
por
las
palabras
del
libro, sino
por
las
notas
escritas
en
lápiz
en
el
margen. La
suave
letra
reflejaba
un
alma
pensativa
y
una
mente
lúcida. En
la
primera
página
del
libro, descubrió
el
nombre
de
la
antigua
propietaria
del
libro,
Yolanda Maris.
Invirtiendo
tiempo
y
esfuerzo, consiguió
su
dirección. Ella
vivía
en
el
barrio
de
Belgrano. Le
escribió
una
carta
presentándose e
invitándola
a
cartearse. Al
día
siguiente, sin
embargo, fue
embarcado
a
ultramar
para
servir
en
la
Guerra
de
las
Islas
Malvinas.
Durante
los
meses
que
siguieron, ambos
llegaron
a
conocerse
a través
de sus
cartas. Cada
carta
era
una
semilla
que
caía
en
un
corazón
fértil; un
romance
comenzaba
a
nacer. Juan le
pidió
una
fotografía,
pero
ella
se rehusó.
Ella
pensaba
que
si
él
realmente
estaba
interesado
en
ella, su
apariencia
no
debía
importar. Cuando
finalmente
llegó
el
día
en
que
el
debía
regresar
de
las
islas, ambos
fijaron
su
primera
cita
a
las
siete
de
la
noche, en
la
Estación
Central
de
Retiro
en
Buenos
Aires. Ella
escribió: "Me
reconocerás
por
la
rosa
roja
que
llevaré
puesta en
el
ojal." Así
que
a
las
siete
en
punto, él
estaba
en
la
estación, buscando
a
la
chica
cuyo
corazón
amaba, pero
cuya
cara
desconocía.
Dejaré
que
Juan Blanco
cuente
lo
que
pasó
después: "Una
joven
venía
hacia
mí, y
su
figura
era
larga
y
delgada. Su
cabello
rubio
caía
hacia
atrás
en
rizos
sobre
sus
delicadas
orejas; sus
ojos
eran
tan
azules
como
flores.
Sus
labios
eran
rojos
y
hermosos
y,
estaba
vestida
con
un
traje
verde
claro, era
como
la
"primavera
viva".
Comencé
a
caminar
hacia
ella, olvidando
por
completo
que
debía
buscar
una
rosa
roja
en
su
ojal. Al
acercarme, una
pequeña
y
provocativa
sonrisa
apareció
en
sus
labios. "¿Vas
en
esa
dirección, marinero?" murmuró. Casi
incontrolablemente, di
un
paso
para
seguirla
y
en
ese
momento
vi
a
Yolanda Maris. "Estaba
parada
casi
detrás
de
la
chica. Era
una
mujer
de
más
de
cuarenta
años, con
cabello
canoso
que
le
asomaba
bajo
el
sombrero
gastado.
Era
bastante
llenita
y
en
sus
pies, anchos
como
sus
tobillos, lucía
unos
zapatos
de
tacón
bajo." "La
chica
del
traje
verde
se alejaba
rápidamente. Me
sentí
como
partido
en
dos, tan
vivo
era
mi
deseo
de
seguirla
y, sin
embargo,
tan
profundo
era
mi
anhelo
por
conocer
a
la
mujer
cuyo
espíritu
me
había
acompañado
tan
sinceramente
y
que
se confundía con
el
mío.
Y
ahí
estaba
ella. Su
cara
pálida
y
regordeta
era
dulce
e
inteligente, y
sus
ojos
grises
tenían
un
destello
cálido
y
amable. No
dudé
más. Esto
no
sería
amor, pero
sería
algo
precioso, algo
quizá
aún
mejor
que
el
amor: una
amistad
por
la
cual
yo
estaba
y
debía
estar
siempre
agradecido.
Me
presenté
ante
ella, la
saludé
y
le
extendí
el
libro
a
la
mujer, a
pesar
de
que
sentía
que, al
hablar, me
ahogaba
la
amargura
de
mi
desencanto. "Soy
el
teniente
Juan Blanco, y
usted
debe
ser
la
señorita
Yolanda Maris. Estoy
muy
contento
de
que
pudiera
usted
venir
a
nuestra
cita. ¿Puedo
invitarla
a
cenar?"
La
cara
de
la
mujer
se iluminó con
una
sonrisa
tolerante. "No
sé
de
que
se
trata todo
esto, muchacho," respondió, "pero
la
señorita
del
traje
verde
que
acaba
de
pasar
me
suplicó
que
pusiera
esta
rosa
en
el
ojal
de
mi
abrigo. Y
me
pidió
que
si
usted
me
invitaba
a
cenar, por
favor
le
dijera
que
ella
lo
estaba
esperando
en
el
restaurante
que
está
cruzando
la
calle."
No
es
difícil
entender
y
admirar
la
sabiduría
de
Yolanda. La
verdadera
naturaleza
del
corazón
se descubre en
su
respuesta
a
lo
que
no
es
atractivo.
"Dime
a
quién
amas
y
te
diré
quién
eres."
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