¡Jamás! Nadie
le
había
querido
regalar
un
perro. Federico se
lo
había
pedido
a
la
dueña de
la
carnicería, y
a
Darío, el
de
las
verduras, y
a
todos
lo
que
tenían
perras que
parían en
el
barrio. Nadie
le
había
querido
dar
un
perro, porque
Federico era
tonto; pero
el
tenía
uno
amarrado a
una
cuerda: un
perro
que
nadie
le
había
dado, un
perro
que
nadie
podía
ver. Un
perro
que
estaba
solamente
en
su
imaginación. Una
noche
que
tuvo
miedo
de
la
tormenta, se
lo
creó. Buscó
un
cordel, lo
amarró alrededor
de
la
nada
y
le
puso
un
nombre: "leche",
porque
la
leche
que
él
tomaba
era
buena, y
su
perro
tenía
que
ser
bueno
también.
Lo
llevaba a
todas
partes: a
la
playa
para
que
se tumbe sobre
la
arena, a
la
puerta
del
restaurante
y
al
club
social.
Arrastraba la
cuerda
por
las
calles
y
parques, y
de
vez
en
cuando, se
detenía para
que
"leche" pueda
oler
un
árbol
y
levantar
la
pata
después.
Cuando
los
chicos
del
pueblo
le
veían
venir
arrastrando la
cuerda, se
agachaban a
tomar
piedras, y
Federico corría
perseguido
por
los
muchachos
hasta
que
el
cansancio
le
vencía; entonces
se sentaba cansado. Miraba
al
otro
extremo
de
la
cuerda, acariciaba a
su
perro
imaginario, sintiendo en
su
mano
el
calor
y
suave
pelaje del
animal
y
sonreía
pasando
su
mano
por
el
aire. Una
mañana, Federico
cruzaba la
calle. El
cordel se arrastraba por
el
suelo
caliente
de
agosto. Federico miró
hacia
atrás
y, después
de
un
grito, comenzó
a
llorar.
Recogió
aquel
puñado de
nada
con
sus
manos
temblorosas, y
apretándolo
contra
su
pecho, se sentó junto
a
la
pared
a
llorar
la
muerte
de
su
perro. De
aquel
perro
que
solo
había
vivido
en
su
imaginación. Unos
años
más
tarde, Federico
murió, con
el
trozo de
cuerda
apretada en
su
mano. Junto
a
la
puerta
de
hierro
del
pequeño
cementerio
del
pueblo
donde
descansa, es
muy
común
ver
algún
perro
vagabundo
asomándose a
través de
los
barrotes con
esa
mirada
de
ternura que
sólo
los
perros
tienen.
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